domingo, 6 de febrero de 2011

El fuego

Subidos en el tren subterráneo que cruza la ciudad, nos miramos intentando que nuestros ojos no se crucen. Cada uno analiza a los demás y los clasifica en su orden de cosas, adivinando su vida, sus parientes, su infancia, sus tormentos y sus felicidades. En cada parada sube gente nueva; nuevas ocasiones de ejercitar nuestras miradas.
Nunca cruces tu mirada con la mía: ese es el juego. Si nos vemos las miradas habremos establecido una comunicación y eso está prohibido.
Cuando el vagón sube y sale al aire en su trayecto de hormiga obediente, todos respiramos y sacamos fuera también nuestra mirada. Las manos dejan de sudar, las conversaciones -si hubo alguna- se animan, el corazón olvida su tensión. Ahora parece que nadie tiene ya problemas, que todos son moderadamente felices.
Pero tú, con tu pozo de recuerdos, sigues esperando tu parada para poder abandonar ese silencio eterno del vagón. Tu espera se hace larga. Solo quieres llegar, dejar de verlos, dejar de mirar sus ojos huidizos.
Fuera te espera el fuego. Te espera el fuego. El recuerdo del fuego te atrapa la atención, igual que las llamas te atrapan la mirada sin dejar que veas ninguna otra cosa. Es agradable pensar en el fuego, igual que lo es mirarlo.
El tren llega a tu parada. Al bajar no sabes encontrar la fuerza para mirar a los que se quedan allí.

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